Albert Casasayas es profesor de español y estudios latinoamericanos en la Universidad de Santa Clara en California. Aficionado a la psiconáutica, escribe sobre este tema en su Substack Estados extraordinarios, donde apareció una versión inicial de este artículo.
Me han preguntado qué pienso de Cómo cambiar tu mente, la versión documental del libro homónimo de Michael Pollan. He visto los cuatro episodios y siento ambivalencia. El libro, publicado en 2018, fue decisivo para adentrarme en los psicodélicos. También creo, a la luz de algunas intervenciones recientes en el New York Times, que Pollan ha virado a posiciones profarmacológicas, a un concepto reduccionista y restrictivo de los psicodélicos como terapia para unas condiciones individuales con unos síntomas definidos. Ya escribí en la quinta parte de mi ensayo Luces y sombras que no creo que ese sea el camino y que, en el mejor de los casos, convertirá a los psicodélicos en los nuevos antidepresivos, una esperanza anunciada a bombo y platillo pero fallida al cabo de los años por errores de implementación y por haberse convertido en un parche barato para problemas de alcance psicosocial más amplio que la sintomatología individual.
Otra parte problemática y para mí muy reveladora se da en el capítulo primero cuando Pollan habla del “fin de la investigación con psicodélicos” después de la prohibición de Nixon. Esto es cierto sólo parcialmente. La idea de “renacimiento psicodélico” se debe a un retorno de la investigación con estas drogas a la investigación universitaria o corporativa. La “edad oscura” de los psicodélicos y el “renacimiento” posterior son términos que sólo tienen sentido desde un concepto restrictivo de investigación científica, la idea que ésta sólo puede tener lugar desde cauces institucionales como universidades, fundaciones sin ánimo de lucro, institutos gubernamentales o la rama de I+D de grandes corporaciones. La investigación con psicodélicos no terminó, sino que se volvió clandestina, y ha dejado grandes obras como PiHKAL y TiHKAL de Alexander y Ann Shulgin, el Pharmacotheon de Jonathan Ott, Mycelium Running de Paul Stamets, el aislamiento de la salvinorina por Daniel Siebert o el foro en red DMT-Nexus de David Nickles, por mencionar sólo algunos de los trabajos más conocidos.
Me parece importante subrayar esto porque es trabajo que con frecuencia ha sido autofinanciado o costeado colaborativamente. Se ha producido lejos de la seguridad institucional de las grandes universidades de investigación, de la visibilidad de los grandes medios o del glamour de las conferencias TED o SXSW, esas donde los thought leaders de turno corren a masajear los egos sobredimensionados del capitalismo tecnocrático. Ha contado con una legión de sujetos y colaboradores anónimos, no pocas veces con el riesgo legal y para la salud que implica el oscurantismo prohibicionista. Aunque el episodio 3 sí reconoce el trabajo de los Shulgin con el MDMA, Cómo cambiar tu mente apenas abandona su enfoque farmacológico, ignorando las grandes contribuciones que se han producido desde la ciencia ciudadana, no con ánimo de lucro corporativo sino en vistas al desarrollo sostenible, una cultura colaborativa genuina (no Uber o Airbnb) y/o la permacultura.
La única parte donde se hace una concesión a los aspectos rituales y comunitarios de la sanación es precisamente cuando Pollan parece fuera de su elemento y también sesgado. El episodio cuarto ni siquiera forma parte del libro que da título a la serie, sino del más reciente y no tan conocido This Is Your Mind on Plants, todavía sin traducir al castellano. Nominalmente dedicado a la mescalina, el episodio se centra particularmente en el peyote, los rituales de sanación de la Native American Church y los choques ocurridos con la organización Decriminalize Nature alrededor de esta planta.
Debo aclarar, de entrada, que no soy experto en la materia. Mi única experiencia con la mescalina se limita a una ingestión de jugo de la huachuma o cactus de San Pedro. Fue memorable y espero repetirla pronto. No conozco en profundidad las polémicas sobre el peyote y lo que sigue solo son reflexiones personales.
Las Américas son territorios colonizados, con una brutal historia de violencia que incluye, por supuesto, la supresión de las prácticas rituales de sus pueblos nativos. El eco de esta violencia histórica reverbera a día de hoy en diversas formas de degradación social, económica, cultural y psicológica a la que hacen frente con más o menos recursos y capacidad.
En un contexto así, es justo y razonable que los pueblos originarios tengan un acceso preferente a la extracción de peyote en estado salvaje, sobre todo después de siglos de persecución contra sus rituales. Por otro lado, el episodio da un gran protagonismo a la historia de un individuo de la nación Lakota. Es conmovedora y digna de simpatía, ¿pero por qué Pollan toma como testimonio a una persona de una nación sin una práctica del peyote con arraigo histórico? Aquí entramos en la parte espinosa. El episodio da voz principalmente a una serie practicantes de la Native American Church, una religión sincrética surgida a finales del siglo XIX como respuesta al holocausto indígena y a la presión evangelizadora cristiana. La NAC ha padecido a su vez su propia historia de supresión institucional, aliviada en parte por una singular victoria judicial que la convirtió en una de las pocas iglesias con permiso federal reconocido para extraer, importar y consumir peyote.
El problema es que el peyote (lophophora williamsii en taxonomía científica) es también una planta que corre peligro de extinción. Su Clasificación I bajo la ley federal[1] ha hecho que sea perseguida y numerosos practicantes todavía deben buscarla o plantarla pidiendo licencias a autoridades federales y no pocas veces permiso a propietarios de suelo agrícola que no suelen ver con buenos ojos estas prácticas. En el lado mexicano, donde su uso tiene tradición precolombina entre pueblos como los wixárika o los rarámuri, sufre la presión del gran agro-negocio y la industria minera.
El episodio dedica algo de tiempo al inopinado éxito de la organización Decriminalize Nature, que ha abogado por la despenalización (no legalización) de sustancias psicoactivas de origen vegetal y micótico, principalmente a nivel local. Gracias a una activa agenda de iniciativas legislativas populares, han cosechado éxitos para la despenalización en varios municipios grandes de Estados Unidos (Oakland, Denver, Seattle, Ann Arbor, Washington DC, y más recientemente San Francisco) y vienen utilizando la misma plantilla para otras.
El movimiento ha encontrado, sin embargo, la oposición de la Native American Church y organizaciones y activistas aliados, que piden que se excluya al peyote de estas iniciativas, argumentando la situación vulnerable de la cactácea y el peligro de la apropiación cultural.
Por límites de espacio, Pollan no entra en las minucias del debate, y en un sentido publicitario hace bien, pues desgraciadamente ha sido un debate repleto de falsificaciones, descalificaciones personales, egos en colisión y postureo moral. Basta un paseo por redes sociales y la lectura de algunos artículos tan apasionados como poco razonados para darse cuenta: creo que ninguno de los participantes sale muy bien parado y por eso tengo muchas dudas en dejar nada acerca de esto escrito a nombre mío. Como he repetido muchas veces, sigo aprendiendo y puedo equivocarme.
Comprendo la necesidad de proteger el peyote salvaje de la recolección furtiva. Ahora bien, la situación precaria del peyote salvaje a día de hoy en Estados Unidos se debe en gran parte a sus disposiciones federales. No comprendo cómo el mantenimiento del status quo presente ayuda a la planta. La despenalización, precisamente, incentivaría a practicantes no tradicionales a plantar sus propios cactus de peyote o su alternativa, la huachuma o el cactus de San Pedro. Dudo que a los usuarios lúdicos les importe la distinción entre el peyote salvaje y el criado en granja.
También comprendo la indignación que puede causar en comunidades indígenas y religiosas que han padecido persecuciones si de repente aparecen sujetos privilegiados social y económicamente (blancos urbanos o suburbanos) a ocupar el espacio cultural y comercial con versiones bastardas y consumibles de prácticas religiosas ancestrales o sincréticas.[2] Ahora bien, la NAC no defiende el acceso privilegiado de las comunidades indígenas al peyote, sino que los miembros de su culto deberían ser los usuarios exclusivos de la planta en Estados Unidos. Pollan no distingue entre la NAC, una coalición de iglesias cuyos miembros son mayoritariamente nativos, de las etnias nativas como tales. Incurre en el equívoco entre cultura y religión tan típico en los países de habla inglesa[3] y, en consecuencia, presenta el problema de manera muy parcial, favoreciendo los intereses de un grupo religioso que reclama acceso exclusivo a un ente natural.
El documental hace una cuña a favor de la mescalina sintética, cayendo en el recurrente error de Pollan: que para los sujetos modernos y occidentales la única finalidad aceptable para los psicodélicos es la terapéutica y el único medio viable de acceder a ellos es la institución médica. Ya escribí en Luces y sombras que este tipo de aproximaciones son extremadamente limitadas y, en último término, contraproducentes. Aquí Pollan baila al ritmo que marcan los amos del dinero. No es una fiesta que vaya a terminar bien.
Por último, el documental dedica algo de atención al pueblo wixárika. Los wixárika (que los españoles llamaron huicholes) son uno de los pueblos originarios con uso continuado de esta planta desde tiempos precolombinos, con la particularidad de que, a diferencia de otros pueblos, han tendido a conservar la forma de sus prácticas originarias, sin demasiada sincretización con la hegemonía cristiana. Creo que merecían más voz y comentario en este documental. Habrá quien diga que Pollan es estadounidense y se centra en su territorio, pero en los episodios segundo y tercero no hubo problema en cruzar al otro lado del charco para conocer el estado de la investigación psicodélica en Reino Unido, Alemania o Suiza. Si los productores de Cómo cambiar tu mente querían de verdad dar voz a los pueblos originarios en lo tocante al peyote, los wixárika merecían más prominencia. Algo que tampoco se comenta en el documental es que algunos peyoteros y antropólogos que trabajan en Real de Catorce (San Luis Potosí, México), el corazón de Wirikuta, la tierra del peyote, acusan a la NAC de ser un motor de la extracción ilegal de peyote en territorio mexicano.
En conclusión, Cómo cambiar tu mente es la serie documental sobre psicodélicos más accesible para el público general. En la actualidad es lo mejor que se le puede ofrecer a cualquiera que no conozca bien este tema. Es un compendio sobre la “historia oficial” de la psicodelia en occidente, evitando polémicas. Pero creo que decepcionará a cualquiera que piense las drogas visionarias como algo más que un simple remedio terapéutico para unas condiciones establecidas por el DSM-V. Lamento que su perspectiva en los tres primeros capítulos se limite a las aplicaciones monetizables por el capitalismo farmacológico. Cuando trata de prestar atención a la dimensión comunitaria o colectiva de la sanación, no parece tener una perspectiva o ideas formadas y se limita a exponer las posiciones de grupos con intereses encontrados.
Agradezco que aparezcan más discursos que contesten el desinformado “sentido común” que todavía domina las actitudes sociales frente a la droga. Pero temo que este documental sea síntoma de la aparición de un nuevo discurso hegemónico, con sus parcialidades y sus intereses creados disfrazados de nueva normalidad.
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Esto significa que según la Ley Federal de Sustancias Controladas de EE.UU., el peyote y su principio activo, la mescalina, son sustancias con un “alto potencial para el abuso o la adicción y ningún uso médico reconocido”. Como puedes imaginar, esto es una mentira como el Capitolio. ↑
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Con la legalización de la marihuana ha habido grandes grupos capitales e inversores oportunistas que se han hecho de oro mientras que cultivadores y practicantes tradicionales continúan pudriéndose en la cárcel. ↑
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Véase Amartya Sen, Identity and Violence, 163ss. ↑