Con motivo de la reciente publicación de su último libro, Mi cuaderno morado. El viaje más largo (Laertes), hemos tenido el placer y el privilegio de mantener una sabrosa conversación con Ana María Briongos Guadayol (Barcelona, 1946), una mujer pionera en muchos sentidos.
Licenciada en Física por la Universidad de Barcelona y autora de varios libros, es ante todo una viajera incorregible. Una pasión que la ha llevado no sólo a visitar, sino a vivir largas temporadas en Afganistán, Irán, India y otros países.
Pasión viajera
¿De dónde te viene esa pasión viajera?… ¿Cómo y cuándo comenzó esa fiebre?
Se trataba, cuando empecé a viajar, de una huida y a la vez de una búsqueda. Salí por primera vez, sin billete de vuelta, en diciembre de 1968. Vivíamos en pleno franquismo. En la universidad se convocaban asambleas y manifestaciones contra el régimen, había detenciones. Los libros y las películas estaban censurados. Era, pues, un momento propicio para salir e ir a ver qué había más allá de nuestras fronteras. Además, llegaba información del mayo del 68 en París, de las revueltas estudiantiles en Estados Unidos contra la guerra del Vietnam, de los Black Panthers, del mundo psicodélico liderado por profesores universitarios y grupos musicales. Un mundo joven en ebullición que fomentaba el deseo de viajar, de compartir, de aprender y de observar otras formas de vivir. Al principio fue un impulso que se convertiría en pasión a medida que me iba dando cuenta de las maravillas que me ofrecía el camino.
Y todo eso con apenas 20 años, sin móviles, sin tarjetas de crédito, con el dinero justo, sin conocimiento de los idiomas vernáculos, ni del medio físico, sin el apoyo que podían ofrecer unas legaciones diplomáticas que brillaban por su ausencia… A finales de los 60, y también durante los 70, muchos jóvenes de ambos sexos, desde España, sobre todo una legión de catalanes y catalanas, decidisteis seguir el llamado Hippy Trail hasta Kabul, Katmandú, Goa… Visto ahora, desde la distancia, parece una actitud casi heroica, ¿no te parece?
Hoy en día sí que parece imposible viajar sin móviles, ni tarjetas de crédito. Incluso yo me sorprendo a veces al pensarlo. La verdad es que el Hippy Trail funcionaba. Nunca viajabas solo, siempre encontrabas a algún viajero que iba o que volvía y que aportaba información que te facilitaba el camino. Yo viajaba en autobuses de línea. Por la carretera veía pasar las populares furgonetas Volkswagen Kombis y alguna vez me encontré con el Magic Bus que cubría la ruta Londres-Katmandú. Las cartas las recogíamos en la “poste restante” de la central de correos de la ciudad donde llegabas. Las cartas eran el único medio de comunicación con la familia y los otros viajeros. No éramos ricos en dinero, lo éramos en tiempo y con el tiempo te vas adaptando al medio físico, aunque no lo conozcas. Con pocos dólares podías vivir meses en aquellos países donde, por supuesto, vivíamos de manera austera. Nuestras necesidades eran mínimas. El idioma vehicular era el inglés y los comerciantes autóctonos ya lo estaban aprendiendo en vista del negocio que representaba aquella cantidad de viajeros que iba pasando.
Sin embargo, no todos los viajeros y viajeras que te encontrabas en el camino eran hippies, al menos entre los que procedían de Inglaterra, porque ya existía The Overland, esa especie de tradición británica que se remonta a los años 20 de la pasada centuria, consistente en recorrer por tierra la mayor parte del trayecto que separaba la Metrópoli de Australia, la colonia más lejana del Imperio. Me pregunto si había armonía entre los travellers que recorrían el Hippy Trail o había distintas clases o categorías…
Por el Hippy Trail viajaban gentes muy distintas, incluso entre los hippies había diferencias. Estaban los que buscaban espiritualidad, querían encontrar a su gurú en la India. Otros solo querían experimentar con drogas, en Afganistán se encontraba el mejor hachís del mundo y también buen opio. Pocos se interesaban por la cultura de los países por donde pasaban, se relacionaban entre ellos y la relación con los autóctonos solamente les servía para encontrar alojamiento o para la subsistencia, aunque algunos dejaron constancia de su estancia por aquellos países como Roland y Sabrina Michaud, cuyas fotografías son las mejores que jamás se han tomado en Afganistán. De los ingleses de los años 20 siguiendo The Overland, había pocos en los 60 y 70. Quizá Bruce Chatwin sería un ejemplo de señorito inglés que pasó por Kandahar con su amigo Peter Levy en 1970 y sólo supo ver lo más feo del mundo hippy. En cambio Maureen y Tony Wheeler, que sí hicieron el camino de Inglaterra a Australia en aquella época, disfrutaron de lo que cada país les ofrecía y acabaron fundando la famosa editorial Lonely Planet cuyas guías han acompañado a muchos viajeros hasta el día de hoy.
¡Qué bueno que saques a colación a Bruce Chatwin, porque me gustaría conocer tu opinión acerca de una afirmación suya que leí hace años y chocó mucho!… Pero dejemos, si te parece a Chatwin para más adelante… Al principio me he interesado por el origen de esa pasión viajera tuya. Pero también me gustaría saber acerca del nacimiento de tu pasión literaria, de esa especie de necesidad de dejar por escrito tus vivencias personales, porque, en principio, tú no eres una mujer de letras, sino de ciencias… ¿Siempre viajaste con cuadernos, tomando notas sobre la marcha o escribías tus libros del tirón una vez te establecías en algún lugar?
Empecé a escribir tarde, después de haber viajado y vivido en Afganistán, Irán y Pakistán, antes de la invasión soviética en Afganistán y de la Revolución Islámica en Irán. Durante ese primer período viajero, no tomaba notas con la idea de que me sirvieran después para escribir libros. Sí llevaba una libreta donde apuntaba nombres o direcciones o lo que me gastaba, y hacía algún dibujo con frases inconexas. Fue después de unos diez años sin viajar que coincidieron con los acontecimientos políticos que acabo de mencionar y con mi maternidad, cuando regresé a Irán, un Irán postrevolucionario, y pensé que podía escribir sobre el antes y el después de aquel país que tan bien conocía. En ese viaje sí tomé notas. Lo anterior lo tenía grabado en mi memoria. Así salió Negro sobre negro, mi primer libro. Tuve que esforzarme para escribir con sujeto, verbo y predicado porque hasta entonces, por ser de ciencias, escribía con abreviaciones, símbolos y números, sin puntos ni comas. El segundo libro Un invierno en Kandahar, quizá mi libro más querido porque en él relato una aventura iniciática maravillosa, lo escribí de memoria. Mis recuerdos fluían como una cascada, sentía una imperiosa necesidad de contar mi vida en Afganistán, un país que desgraciadamente ya no existe tal y como yo lo conocí. Después vino ¡Esto es Calcuta! que escribí mientras vivía en Calcuta e iba anotando lo que ocurría en aquel momento. Después escribí un libro de ficción para niños, en catalán, un libro de cocina iraní y un libro de relatos cortos, flashes de momentos únicos que una vive cuando viaja.
Irán
Ese primer libro tuyo, Negro sobre negro, desde su primera edición en 1996, se ha convertido en un libro de referencia para todas aquellas personas que se interesan por Irán. El título del libro hace referencia al color del petróleo, del caviar y del chador de las mujeres… Tú conociste Irán antes de la Revolución Islámica, ¿cómo cambió el país después del proceso liderado por el ayatola Jomeini?… ¿Afectó también de alguna manera la Revolución Islámica al Hippy Trail?
Irán ha sido un país militarizado y dictatorial antes y después de la Revolución, por lo que los viajeros que seguían el Hippy Trail sabían que era un país donde no entretenerse. La posesión de hachís estaba ya en época del Shah y ahora con los ayatolas está penada con la muerte. A mí Irán no empezó a interesarme hasta que recibí una beca para estudiar persa en la Universidad de Teherán. Entonces, al conocer el país en profundidad y a sus gentes, empecé a quererlo. Cuando llegué a Teherán con mi flamante beca en 1974, mis compañeras de estudios y yo vestíamos minifalda y botas con plataforma. La melena al aire. Eso no quiere decir que las mujeres de familias tradicionales, que eran mayoría, vistieran como nosotras, ellas se cubrían con el tradicional chador. Después de la Revolución, mal llamada Islámica, porque la hicieron todos los iraníes: demócratas, comunistas, religiosos y no religiosos… y que se convirtió en Islámica cuando Jomeini la monopolizó y se hizo su Líder Supremo, las normas sociales fueron cada vez más estrictas y en la calle había que comportarse con decoro, sobre todo las mujeres. Nada de cabellera al aire, chador o falda hasta los tobillos y pañuelo y hasta el día de hoy. La vida en el Irán postrevolucionario de una ciudad tradicional como es Isfahán, la he contado en mi segundo libro sobre Irán, del que no he hablado antes, La cueva de Alí Babá. Irán día a día.
¿Qué encontraste en aquel Irán, y entre sus gentes, que te cautivó hasta el punto de dedicarle dos libros, sin contar ese recetario de cocina iraní que escribiste con tu hijo Quico y que puede encontrarse y descargarse en formato pdf (en catalán y en castellano) desde tu web/blog?
Es que Irán no fue para mí un amor a primera vista, me fui enamorando al profundizar en su extraordinaria cultura, su poesía y sobre todo sus gentes con la sofisticación y delicadeza de sus costumbres. Mi deseo al escribir esos libros era dar a conocer el Irán que no sale en las noticias de los periódicos y la televisión, quería explicar el día a día de las gentes de Irán.
Desde el pasado mes de septiembre, cuando la joven Mahsa Amini falleció en custodia de la policía tras ser detenida por supuestamente llevar mal colocado el velo, la República Islámica de Irán vive el mayor desafío al que se ha enfrentado el poder en décadas y se encamina hacia un nuevo ciclo de estallidos sociales. El régimen de los ayatolas ha puesto en marcha toda su maquinaria de represión, como ya hizo hace 40 años, cuando el 18 de junio de 1983, diez mujeres bahaís fueron ahorcadas por defender la igualdad. Tú, que tan bien conoces ese día a día de la sociedad iraní, ¿crees que algún día podrá ser vencida esa “misoginia sistémica” del régimen?
“Mujer, vida, libertad” es la consigna que se ha hecho mundialmente famosa, surgió de las manifestaciones que se originaron en Irán como consecuencia de la muerte de Mahsa Amini. Es cierto que el régimen de los ayatolas nunca se había enfrentado a una revuelta tan importante, pero, a pesar de la feroz represión que ha ejercido, algo se ha conseguido: muchas mujeres muestran su cabello en la calle y unas amigas que han viajado a Irán hace poco no se han puesto el pañuelo más que para entrar a las mezquitas. No sé si esta situación se generalizará o el gobierno iraní conseguirá revertirlo a base de encarcelamientos, palizas o multas. Tiempo al tiempo. Las mujeres iraníes son muy valientes.
Por otra parte, y ya que has mencionado a los bahaís, quizá convenga puntualizar que en Irán pueden practicar su religión musulmanes, cristianos, judíos y zoroastrianos, porque son religiones vinculadas al Libro (Corán, Biblia, Talmud, Avesta); sin embargo, la fe bahaí está prohibida y sus fieles son perseguidos.
Afganistán
Decías que tu segundo libro, Un invierno en Kandahar, es seguramente el que más quieres porque en él relatas una aventura iniciática maravillosa en Afganistán, un país que ya no existe tal y como yo lo conociste… Y es cierto, porque aquella estancia tuya fue no sólo antes de que estuviera sometido por los talibanes, sino antes incluso de la invasión de las tropas soviéticas. Hace un momento has mencionado a Bruce Chatwin, que también estuvo en la misma época. Este notable viajero y escritor inglés llegó a asegurar que el descenso a los infiernos de Afganistán no comenzó con la abolición de la monarquía, ni con la invasión soviética, sino que empezó durante los 70, con los hippies lanzando a los intelectuales afganos en brazos de los marxistas… ¿Cómo explicas que Chatwin hiciera esta afirmación que, en mi opinión, resulta un tanto gratuita?
Los hippies prácticamente no se relacionaban con los afganos, iban a lo suyo que era llegar a la India, por lo que pasaban poco tiempo en Afganistán. Se relacionaban entre ellos y fumaban hash que es lo que les interesaba de aquel país. Los intelectuales afganos y la clase ilustrada del país no fumaban hash, estaba mal visto, era cosa de campesinos pobres e incultos y de hippies desastrados, ellos bebían whisky, que estaba prohibido por su religión, o eran abstemios si eran buenos musulmanes. El comunismo en los años 70 en Afganistán se nutría de estudiantes de la Universidad de Kabul. Luego seguían sus estudios en la Unión Soviética, que les ofrecía abundantes becas. También se nutría de militares que iban a entrenarse a la URSS. Los partidos comunistas Khalq y Parcham ya a principios de los 70 tenían mucha fuerza en Afganistán.
Chatwin pasó por Kandahar con su amigo jesuita, dos chicos poco dados al desmadre. Se toparon con otros viajeros jóvenes fumando el mejor hachís del mundo y ellos ni siquiera lo probaron. Se marcharon de allí muy dignos echando pestes de los hippies. ¿Tú crees que los hippies podían lanzar a la intelectualidad afgana en brazos de los marxistas? Los intelectuales afganos habían estudiado en la URSS. Como te decía, los partidos comunistas Khalq y Parcham eran muy fuertes… ¡Pobres hippies!…
Y si me permito contradecir a Chatwin es porque yo sí que salí del Hippy Trail y viví inmersa en la sociedad afgana de Kabul, donde no había ni un hippy. Los únicos extranjeros que se relacionaban con las élites afganas eran los militares norteamericanos destinados en Afganistán, la mayoría llegados de la guerra de Corea, los diplomáticos, los cooperantes y alguno más, espías incluidos. España ni siquiera tenía embajada en Kabul.
Ante los ojos de la sociedad occidental, los talibanes pasan por ser epítome del machismo, sin embargo en tu libro Un invierno en Kandahar ya describes una sociedad patriarcal y tribal, anclada en unas estructuras arcaicas, prácticamente medievales…
El Afganistán que yo conocí estaba formado por tribus y clanes en que los matrimonios se pactaban de forma endogámica, se casaban entre primos o parientes cercanos. Era una sociedad patriarcal bien organizada en que cada individuo masculino tenía su lugar bien definido porque se sabía de quién era hijo y nieto. El jefe del clan era el khan. En Kabul donde parecía que esta organización tribal ya se había disuelto, en realidad bajo una capa de modernidad, subyacía la tribu. Yo fui acogida en Kabul por una familia pastún del clan Mohammadzaí cuyo padre era arquitecto y había estudiado en Viena y en Berkeley. Era una familia de la élite ilustrada que vivía al estilo occidental y, sin embargo, estaba claro que pertenecía a ese clan. Y sus miembros, con los que me sigo relacionando porque se convirtieron en nuestros mejores amigos, siguen identificándose como Mohammadzaís a pesar de estar todos fuera de Afganistán, repartidos por el mundo.
Parece que los escasos intentos de modernizar o, mejor dicho, occidentalizar la sociedad afgana, durante el reinado de Zahir Shah (1933-1973), el gobierno de Mohammad Najibulá Ahmadzai (1986-1992) y el gobierno de Hamid Karzai (2001-2014), han fracasado de manera estrepitosa, por lo menos desde un punto de vista occidental, y Afganistán sigue configurándose como una amalgama imposible de etnias y tribus incompatibles entre sí, que bien podría resumirse en ese proverbio afgano que dice: “yo contra mi hermano, mi hermano y yo contra mi primo, y todos contra el extranjero”. ¿Crees que Afganistán tiene alguna posibilidad de salir de ese cul-de-sac?
El último rey de Afganistán consiguió mantener el territorio pacificado durante cuarenta años, algo insólito si se tiene en cuenta la conflictiva historia del país. Durante aquellos años se mantuvo un equilibrio entre etnias y tribus que saltó por los aires cuando desapareció la figura del rey, jefe pastún de la tribu Barakzaí y del clan Mohammadzaí que era respetado por todos. Roto el equilibrio con el golpe de estado del primo del rey, Daud Khan, y luego con los gobiernos comunistas y la injerencia extranjera, empezó la guerra civil y luego llegaron los talibanes que hoy gobiernan el país con unas ideas totalmente retrógradas. Me parece difícil, tal como están las cosas, que la situación se arregle a corto o medio plazo.
Hay una anécdota que creo que ilustra bastante bien el visceral rechazo de la sociedad afgana a la modernidad y al progreso traídos de Occidente. El rey Amanullah, que reinó en Afganistán entre 1919 y 1929, ordenó construir una vía férrea que unía la capital, Kabul, con el delicioso y ajardinado balneario de Paghman, encastrado en la falda de las montañas del mismo nombre, y lo primero que hicieron las turbas enloquecidas en la revolución que lo destronó fue arrancar a mano los 30 únicos kilómetros de vía férrea existentes en el país. ¡Qué fuerte!, ¿no?
El tren es un caso especial en Afganistán. Tanto rusos como británicos, los dos imperios que dieron origen al Estado afgano para no tener frontera común, intentaron introducir la línea férrea desde sus territorios y nunca pudieron cruzar la frontera. Abdur Rahman Khan a finales del siglo XIX tenía claro que el tren haría peligrar la independencia del país. Unas décadas después, Amanullah Khan, como muy bien dices, quiso modernizar Afganistán y construyó una línea férrea que fue destruida por los retrógrados revolucionarios tayikos que lo destronaron.
La Barcelona de los años 70
Durante los 70, entre los hippies mesetarios, andaluces y de otros puntos del Estado circulaba una broma recurrente cuando se planificaba un viaje a Oriente: “¡La India está llena de catalanes!”, y realmente me consta que la nómina de jóvenes catalanes de ambos sexos que durante aquellos años os encaminasteis e incluso vivisteis largas temporadas en países como la India, Afganistán y Nepal es muy extensa. ¿Qué nos puedes explicar al respecto?
Es cierto que encontré a catalanes por aquellos países y no solo entonces sino que ahora, cuando viajas por el mundo, siempre ves a catalanes. Y también vascos. Pero si miramos hacia el otro lado, han sido los gallegos los que han emigrado en gran cantidad a América. Los andaluces debían ir a Marruecos. Existía el dicho de “bajarse al moro”.
Entre tus idas y venidas, en la Barcelona de los 70 formaste parte activa de un proyecto contracultural tan interesante como la Casa Fullà y también conociste de primera mano la cooperativa-comuna La Miranda… ¿Qué puedes contarnos acerca de aquellas experiencias más o menos underground?
Cierto, formé parte activa de la Casa Fullà, pero no de La Miranda, que visitaba esporádicamente. En cambio, participé en la construcción del edificio de pisos de la calle Génova de Barcelona y que se conoce como Casa Fullà, y viví en ella durante muchos años. Fue una experiencia muy interesante puesto que la arquitectura facilitó un tipo de relación abierta entre los vecinos, todos jóvenes, creativos y con ganas de experimentar. Ha salido hace poco un libro, titulado La Casa Fullà. Tot estaba per fer i tot era posible (Editorial Tenov), en el que los arquitectos, Oscar Tusquets y Lluís Clotet cuentan cómo proyectaron el edificio. Hay dibujos y planos, y yo cuento la historia de la casa y de sus vecinos. En esa casa se gestó el Zeleste, la famosa sala de Barcelona en los 70, Francesc Bellmunt filmó su largometraje Orgía, el poeta y dramaturgo Joan Brossa recitaba a Lorca para los vecinos y Serrat le cantaba tangos a Brossa.
Quien quiera conocer un poco más a fondo aquel universo experimental qué fue la Casa Fullà dispone de abundante información en Internet…
Sí, yo recomendaría el visionado del documental Construint llibertat. Un edifici a la Barcelona contracultural dels 70. Por otra parte, en mi blog Pasión viajera subí una breve historia del edificio. Y en la web de Ara también se puede encontrar una entrada sobre la Casa Fullà, redactada con motivo de la publicación del citado libro. Tampoco está de más visitar la información que facilita la Editorial Tenov en su propia web. Por último, hay un vídeo en YouTube con la presentación del libro, que pude seguir desde Berkeley.
Querencia por los antihéroes
En 2001 publicaste L’enigma de la Pe Pi, una novela de misterio para niños y niñas a partir de 9 años, escrita en catalán, que cuenta la historia de Joan al que le cuesta hacer amigos: sus compañeros se ríen de él porque juega mal al fútbol y corre poco. Sin embargo, es un chico observador, le gustan los manga japoneses y se entretiene con la Pe Pi, una lagartija inquieta y divertida, que un día le trae un mensaje misterioso. ¿Qué sensaciones y recuerdos conservas de esta breve incursión en la literatura infantil?
Mi incursión en la literatura infantil fue consecuencia de mi traslado desde la Casa Fullà, en el barrio del Guinardó, a la Villa Olímpica, junto al mar. Mi mesa de trabajo daba a una plaza con bancos y palmeras, al otro lado de la plaza vivía un joven que se desplazaba en silla de ruedas. Yo veía su ventana desde la mía y me lo imaginaba observándome mientras yo escribía y pensaba en lo bonito que sería podernos mandar mensajes a través de una lagartija amaestrada. El protagonista es un niño observador y tranquilo. Ahora que tengo nietos me doy cuenta de que les gustan los superhéroes y las batallas. Mi libro no les gusta, porque mi protagonista es un antihéroe.
Hablando de antihéroes, en tu libro ¡Esto es Calcuta! hablas de un tal Andrés Vieyra, un personaje fascinante, que llegó a la India en 1971, donde se casó con una nativa llamada Nilufar. En los 80 publicaba sus dibujos en el mítico cómic El Víbora, y de él llegaste a decir: “es un gran artista” y “durante treinta años sus dibujos han sido una crónica extraordinaria de la vida diaria en la India, Nepal y Filipinas”… Tengo la certeza absoluta de que se trata de un personaje real con un nombre ficticio. Ya ha llegado el momento de desvelar la auténtica personalidad de Vieyra, ¿no?… ¿Por qué decidiste camuflar su verdadera identidad?
Ya puedo desvelar su identidad: se trata de Ernesto Carratalá Rey, extraordinario dibujante de cómics, un gran artista. Cambié su nombre porque cuando escribí el libro todavía vivían sus padres y no sabía si a ellos y a los hijos de Ernesto les podía molestar. Cuando se publicó el libro, tanto los padres como los hijos asistieron a primera fila a la presentación que se hizo en Casa Àsia de Barcelona. Ahora Ernesto Carratalá vive en Vic, en un barrio de inmigrantes, rodeado de indios, pakistaníes y africanos, que es lo que a él le gusta. Sigue pintando.
Tres cuestiones que no se deben quedar en el tintero
También colaboraste en el libro coral La Barcelona de los años 70 vista por Nazario y sus amigos (2004) con una remembranza sobre el Jazz Colón, otra sobre la Casa Fullà, otra sobre la discoteca Les Enfants Terribles, otra más sobre la Formentera hippy de 1971 y, por último, una sobre tu boda con Toni Alsina. Ese recuerdo lo rematas con la siguiente afirmación: “La transición estaba en marcha y nosotros nos hacíamos mayores”. Me parece que esa frase contiene un poso preñado de nostalgia y escepticismo, como si fueras consciente de que aquella juventud intensa y sin límites estaba tocando a su fin, ¿o acaso me equivoco?
La transición fue para mí una época difícil. Coincidió con la entrada de los soviéticos en Afganistán y con la Revolución Islámica en Irán. Se terminaron mis viajes por aquellos países. Fui madre y me sentí atrapada. Me di cuenta de que la juventud sin grandes responsabilidades había terminado. Como dice Jaime Gil de Biedma:
“Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.”
Tu libro Negro sobre negro fue publicado en inglés por Lonely Planet en el año 2000 y quedó finalista del premio británico Thomas Cook en 2001 y tu libro ¡Esto es Calcuta! resultó finalista del premio Grandes Viajeros 2005… Es sabido el aprecio y reconocimiento que tiene en el Reino Unido la literatura de viajes, tanto entre la crítica como entre el público… ¿Crees que en España también sucede lo mismo o más bien se la considera como una especie de subgénero menor?
Que Lonely Planet publicara Negro sobre negro en inglés y que luego fuera finalista del prestigioso premio Thomas Cook, ¡en Inglaterra!, donde la literatura de viajes tiene una larga y prestigiosa tradición, me hizo mucha ilusión. Y quedé gratamente sorprendida cuando me escribió el fundador de Lonely Planet, Tony Wheeler. Me pedía permiso para utilizar un párrafo de mi libro como introducción a las conferencias que daba por el mundo. Todavía hoy se sirve de este párrafo y yo estoy encantada. A mí no me preocupa si en España se considera un subgénero. Aquí no hay tradición. Pero es literatura.
También tienes un libro titulado Geografías íntimas (2015), una especie de cuaderno de bitácora en el que recopilas momentos y lugares que dejaron huella en ti y, sobre todo, reflexionas —pasado el tiempo— acerca de tus viajes, las gentes y las diversas culturas que has conocido. ¿Qué dirías para recomendárselo a alguien que no conociera tu trayectoria y tu obra anterior?
Geografías íntimas es un libro que ha pasado desapercibido porque parece una obra menor, y quizá lo es. Es el resultado de recopilar las notas que tenía en mis blocs cuando apuntaba, para no olvidar, momentos dignos de recordar, momentos casi místicos, flashes irrepetibles de disfrute de la vida en lugares muy distintos del mundo y en épocas también diferentes. Son, por lo tanto, textos cortos. Algunos se publicaron en el diario La Vanguardia durante un verano con el título de “Postales”. Cada relato lleva una ilustración a plumilla de Alex Ferrer. Todo muy minimalista y precioso. La belleza, la armonía, cuando una se siente bien en el mundo.
Mi cuaderno morado
Tu último libro, Mi cuaderno morado, en el que sólo he echado en falta un índice onomástico al final, es sin duda tu obra más personal. Como en tus libros anteriores, te nutres de experiencias vividas, pero en este te desnudas más, digamos que has abandonado la prudencia, la contención y el comedimiento que te caracterizaban como escritora y te has desmelenado… Has superado la literatura de viajes, propiamente dicha, y nos has legado una autobiografía en la que has tenido la valentía y honestidad de no esquivar ningún tema, por espinoso que sea… Por otra parte, tú perteneces a la generación que se rebeló en los 60 contra la sociedad adulta, contra sus mayores… Sin embargo, dices sobre vuestros padres que no los veíais “como víctimas, sino como cómplices de todos los males”. A mi modo de ver, esa última afirmación implica cierta autocrítica, ¿tal vez un deseo, pasados muchos años, de redimir a esa generación a la que tanto os opusisteis y combatisteis?
Mi cuaderno morado no debía ser una autobiografía como parece que al final ha sido. Lo empecé con la idea de escribir sobre Berkeley, San Francisco, California, y la panda de amigos que he ido haciendo durante los últimos años allí. Pero sus vivencias se mezclaron con las mías y acabé contando mi vida más que la suya, aunque también. Y la verdad es que puestos a contar, lo tienes que contar todo, es la única manera de explicar una época y, en mi caso, eran las vivencias de una mujer rebelde con unas ganas enormes de cruzar todos los límites y crítica con la sociedad que nos dejaban nuestros mayores. Después el tiempo te va enseñando otras facetas y reconoces su sufrimiento y lo difícil que lo tuvieron. Vivir una guerra es lo peor que le puede pasar a una persona y ellos la vivieron. ¡Qué suerte hemos tenido!
Al final del libro exhortas a los lectores y las lectoras a que no den por terminada la lectura sin escuchar la canción Good night Irene. ¿Puedes explicarnos el motivo de esta invitación? Por otra parte, he encontrado versiones de Lead Belly, The Weavers, Eric Clapton, Tom Waits, Keith Richards… ¿Con cuál te quedas?
Es que para mí la escena final, que ocurrió tal como la cuento, debe tener esa canción incorporada porque fue algo muy muy emocionante. De las versiones de Internet yo me quedo con la de Eric Clapton, muy joven, en directo, en un bar del Midwest americano donde las parejas bailan.
Antes de dar por terminada esta entrevista, ¿quieres decir algo más a las almas nobles que pueblan el Universo Ulises?
¡Ay! Almas nobles del Universo Ulises, viajad, viajad, por tierra, mar y aire, y las estrellas, la vida es el viaje más largo…
¡Muchas gracias, Ana, por tu paciencia y amabilidad!… ¡Hasta siempre!