Fernanda de la Figuera, in memoriam

El pasado domingo nos despertábamos con un mensaje de WhatsApp, que es como se anuncian ahora las rupturas sentimentales, las invitaciones a bautizos y, claro, los fallecimientos, anunciando la muerte de Fernanda. Esta noticia merece la suficiente relevancia como para que por esta semana dejemos apartados los fenómenos interestelares, los genomas de nuestros ancestros, los viajes de las drogas psiquedélicas por este universo humano tan loco, las historias de científicos y científicas (tengo una muy buena para la semana que viene), las curiosidades del mundo animal (siento suprimir hoy también esta sección, con lo que te mola, pero ya verás, la semana que viene serás recompensad@) y las recomendaciones para ver en Netflix, y resaltemos la figura de Fernanda y lo injusto e inhumano del sistema jurídico sobre drogas.

Nada voy a añadir que no se sepa de Fernanda. En lo personal, no recuerdo cuándo nos conocimos, supongo que en algunas jornadas, charlas, conferencias o lo que fuera. La recluté como voluntaria para un estudio que hicimos cuando yo trabajaba en Sant Pau sobre los efectos neuropsicológicos del consumo a largo plazo de cannabis, que incluía resonancias magnéticas cerebrales y la historia ella misma la ha contado a menudo: cómo después de decenas de años fumando cannabis tuvo que parar un mes para poder participar en este estudio y así lo hizo y el primer porro después de ese mes fue mítico. Luego, en 2012, de rebote terminé entregándole el premio “Cannabis Culture Awards” que le otorgó el Hemp Museum de Barcelona el día de su inauguración un día cualquiera de 2012. Escribí un discursito que no me dejaron leer porque no había tiempo para ñoñerías, pero se lo regalé y la pobre se puso a llorar de la emoción que le produjo leer lo que escribí entonces sobre ella. No recuerdo lo que ponía, pero seguro que no ha cambiado mucho mi parecer desde entonces porque con el tiempo no fuimos haciendo amigos. Aparte de ir encontrándonos en incontables eventos cannábicos, cuando iba de vacaciones a Málaga, o cuando se celebraba allí el Spannabis, a veces subía a visitarla a su casa o me llevaba a comer a un chiringuito de Torremolinos. Me contaba las preocupaciones que tenía con alguno de sus novios o de las putadas de alguna de sus colaboradoras en la asociación, así que tampoco hablábamos mucho de cannabis. Sí de la situación política y de lo injusto del sistema legal sobre drogas. La condena a 9 meses de cárcel y multa de 10.000 euros con la que se saldó su último juicio fue un golpe moral importante. La vida de Fernanda era el cultivo de marihuana y se lo arrebataba un juez caprichosamente. Parafraseando una canción de Sabina, el sistema jurídico en materia de drogas no tiene corazón. Fernanda, desde su primera absolución por cultivar, pensaba que por ello estaba inmunizada a volver a padecer el azote de la justicia. Yo siempre le decía que eso no era así y supongo que sus abogados y conocidos y expertos en el tema también, pero ella quería creérselo. No se lo creía por ingenuidad. Fernanda no era una persona ingenua, era lista como un lince. Se lo creía porque, a pesar de que Fernanda sabía que el sistema estaba podrido, tenía un sentido tan compasivo de la justicia, que era el que practicaba en su vida cotidiana en sus relaciones personales, que no le encajaba un sentido de la justicia diferente en las instituciones. Cuando alguien vive de manera tan congruente entre sus valores y su conducta, esas disonancias en otras personas y, por su puesto, en el sistema, resultan incomprensibles. En los últimos meses seguí visitándola a menudo, a veces acompañado por mi pareja de amigos, el activista cultural Héctor Márquez y la librera de la mítica librería malagueña Proteo, María Ángeles. Creo que solo rompí el confinamiento perimetral para ir a visitarla a ella. En una de esas visitas, Héctor y yo grabamos una entrevista para el congreso Cannabmed, en lo que hasta yo sé creo que son las últimas imágenes públicas de Fernanda. La última visita no debe de hacer más de un mes, al poco de que se rompiera la cadera y su salud empeorara considerablemente. Justo unos días antes de que se fuera con su hija a Zaragoza, donde finalmente murió. Cuando leí el mensaje de WhatsApp sentí emociones encontradas de pena y de alivio. Una mujer como Fernanda, con esa vitalidad y esa independencia, confinada en una silla de ruedas y necesitando de ayuda y, lo peor, con unos dolores crónicos que ninguna medicina le calmaba. La sentencia formal que le puso el juez fue de 9 meses y 10.000 euros, pero tuvo el efecto práctico de una sentencia de muerte.

Como sabrán, la fiscalización internacional del cannabis se produce en 1961 con la Convención Única sobre Estupefacientes, donde se incluyeron las tres únicas plantas que a día de hoy están fiscalizadas: las sumidades floridas del cannabis, la adormidera del opio y la hoja de coca. Las tres plantas se incluyeron en la lista I de dicho convenio, lugar reservado para las sustancias “muy adictivas y de probable uso indebido”. Al cannabis además se le incluyó en la lista IV, donde se incluyen las sustancias con “propiedades particularmente peligrosas y escaso o nulo valor médico”. La coca y el opio no se incluyeron en esta lista, por cierto. Así que la única planta que durante casi 60 años ha tenido el privilegio de vivir en dos listas de fiscalización simultáneamente, las dos que encierran, por cierto, a las sustancias más peligrosas de todas, ha sido la planta del cannabis. Normal que a Fernanda se la quisiera entrullar, ¿no? Por jugar con plantas tan peligrosas para la salud pública. Que escarmiente. Son los mensajes que más o menos han dejado algunos desalmados estos días por las redes antisociales. La cosa no es tan sencilla. Como es conocido, el cannabis se incluyó en dichas listas sin que mediara informe técnico alguno sobre su toxicidad, contrariamente a lo que exige la propia Convención que debe procederse. Luego dicha inclusión fue completa y absolutamente arbitraria, no basada en evidencia y fruto, claro, de un capricho político de los mandamases de entonces, que no les gustaba que los negros, o una subclase humana aún peor, los chicanos, fumasen porros so pena de corromper a las pobres jovencitas blancas o incluso de aprovecharse sexualmente de ellas. El caso de la hoja de coca no es menos escandaloso. Su inclusión en la Lista I fue la consecuencia de un informe publicado en 1950 sobre sus efectos en poblaciones andinas después de una breve visita de una comisión de Naciones Unidas en 1949. El informe, leído con ojos de hoy, avergüenza. Básicamente, venía a decir que las condiciones de subnormalidad en las que se encuentran los indios andinos se deben al mascado de hoja de coca. Pero también hay que decir que no todos los miembros de la comisión eran de la misma opinión: había un médico de la comisión que disentía y decía que los indios eran ya así (“abúlicos”) por naturaleza, que no era cosa de la hoja de coca sino un problema de raza. Se trata de un ejemplo perfecto, yo diría casi un prototipo, de informe racista y colonial que provenía de la institución que se erigió para defender los derechos humanos del planeta. España ratificó la Convención Única de 1961 en 1967, en lo que se conoce popularmente como la Ley de Estupefacientes, una más de las tantas herencias franquistas con las que aún convivimos en la década del 2020, se dice pronto. Todo el ordenamiento jurídico con relación al cannabis y a la hoja de coca (por mencionar solo las dos plantas de las que estamos hablando ahora), se basan en una evidencia científica en el primer caso nula y en el segundo desfasada. En 2020 la Organización Mundial de la Salud emitió un informe sobre los usos médicos del cannabis que sirvió para retirarlo de la Lista IV. Es decir, se evaluó su potencial médico y se concluyó que dejaba de tener escaso o nulo valor médico. Pero se lo dejó en la Lista I ya que el informe era sobre sus propiedades médicas, no sobre su toxicidad.

Así que así están las cosas en España. Juzgando a personas en virtud de legislaciones sustentadas en evidencia científica obsoleta o directamente inexistente. No se han convocado comisiones para revisar si el cannabis o la hoja de coca deben seguir estando en la Lista I. Mientras, los jueces imponen castigos que, a todas luces son injustos y atentan contra los derechos humanos. En ICEERS nos llaman cada vez más abogados que tienen clientes andinos que les han pillado en el aeropuerto con 3 ó 4 kilos de hoja de coca (cantidades risibles teniendo en cuenta que es gente que viaja una o dos veces al año a sus países de origen en el mejor de los casos) y les piden 4 años de cárcel. Una sinrazón. En la Observación General relativa a la ciencia y los derechos económicos, culturales y sociales de las Naciones Unidas, el punto 68 dice textualmente:

«A ese respecto, la investigación científica se ve perjudicada en el caso de algunas sustancias en virtud de las convenciones internacionales sobre fiscalización de drogas, que clasifican esas sustancias como perjudiciales para la salud y sin valor científico o médico. Sin embargo, algunas de esas clasificaciones se hicieron con un apoyo científico insuficiente para fundamentarlas, puesto que existen pruebas creíbles de los usos médicos de algunas de ellas, como el cannabis para el tratamiento de determinadas epilepsias. Por lo tanto, los Estados partes deberían armonizar el cumplimiento de sus obligaciones en el marco del régimen de fiscalización internacional de drogas con sus obligaciones de respetar, proteger y hacer efectivo el derecho a participar en el progreso científico y sus aplicaciones y gozar de sus beneficios, mediante la revisión periódica de sus políticas en relación con las sustancias sometidas a fiscalización. La prohibición de investigar sobre esas sustancias es, en principio, una limitación de este derecho y debería cumplir los requisitos del artículo 4 del Pacto. Además, habida cuenta de los posibles beneficios para la salud de esas sustancias sometidas a fiscalización, las restricciones también se deberían sopesar en relación con las obligaciones de los Estados partes en virtud del artículo 12 del Pacto.»

Esta Observación general se refiere al derecho a la ciencia, pero ese punto es aplicable a la jurisprudencia sobre drogas en general. Mientras no haya una armonización entre el conocimiento científico y el sistema de clasificación en listas de los convenios, cada juicio que se celebra con relación a las drogas incluidas en los convenios, y especialmente para los casos del cannabis y la hoja de coca, por ser las plantas en las que más paradigmáticamente existe esa falta de armonización, serán necesariamente juicios injustos. El artículo 10 de la carta de Derechos Humanos es precisamente el derecho a tener un juicio justo. Este derecho se vulnera persistentemente y este derecho se le vulneró a Fernanda cuando el juez de la Audiencia Provincial de Málaga dictó sentencia. Toda la violencia de la ley injusta cayó sobre Fernanda. Una señora de setenta y muchos años cuyos delitos fueron sembrar el bienestar entre las personas que la rodeaban, cultivar la justicia social, regar la solidaridad, la ayuda mutua y la compasión, nutrir con su generosidad, embriagar a quienes la rodeaban con su picardía y su inteligencia y curar el sufrimiento de las personas que la buscaban por sus padecimientos físicos. Albert Hofmann, padre de la LSD, Stan Grof, el padrino y Sasha Shulgin, el padrastro de la MDMA, vivieron lo suficiente para ver volver a sus criaturas a los laboratorios de investigación médica. Fernanda de la Figuera, abuela de la marihuana, murió sin ver su sueño realizado, el de un acceso libre al cultivo de cannabis para uso propio en el respeto a otro derecho fundamental, que es cultivar aquello que la naturaleza ya producía antes de que vinieran esas absurdas leyes de los hombres.

Te cogemos el testigo Fernanda. Lejos de haber sido una mártir, nuestro recuerdo será siempre como el de esa alegre, divertida, pícara, juguetona, sabia, inteligente, parlanchina, honesta, incansable e inclasificable Fernanda que todos y todas hemos conocido, apreciado y querido. Te has ido, pero te quedas en nuestra memoria y en nuestros corazones. Fúmate unos petas con el Dr. Joan Parés y con el Escota y reíros de nosotros un rato. Has dejado este mundo patético, pero te lo has disfrutado también. Mejor ejemplo no se podía tener.

Buen viaje.